Les comparto un artículo escrito para la revista de la Comisión de Arbitraje Médico del Estado de Sinaloa.
El paciente: la esfera subestimada de la medicina basada en evidencias
Vivimos en una época en la que la «medicina basada en evidencias» (MBE) suena por doquier. Para unos, la MBE representa caché y actualidad. Para otros, es una «moda» que tal vez perezca, y que reta todo lo que se aprendió y todo lo que se practica por experiencia. Pareciera que no hay un punto medio. Y en muchas ocasiones, en el debate de cómo practicar la medicina se pierde lo más importante: el paciente.
La definición de Sackett [1] involucra 3 esferas: la MBE es la «integración de la mejor evidencia de las investigaciones con la pericia clínica y los valores de los pacientes». Desglosemos:
1. La mejor evidencia de las investigaciones. Implica considerar los resultados de estudios de investigación para guiar nuestra práctica. Implica estar actualizado. Implica saber encontrarlos y saber leerlos de forma crítica y objetiva. Éste podría ser el punto más algido sobre la MBE, porque también implica aprender cosas que tal vez no nos enseñaron en la facultad de medicina [2,3,4].
2. La pericia clínica. Forzosamente, si queremos aplicar la investigación en nuestra práctica diaria, tendremos que hacer consideraciones basadas en nuestra experiencia como médicos. Tiene que haber un puente entre la investigación y el paciente. De nada sirve estar actualizado en el tratamiento de X enfermedad, si como clínicos no sabemos hacer el diagnóstico de dicho padecimiento.
3. Los valores de los pacientes. Ésta es la esfera más subestimada, quizás hasta olvidada. ¿Dónde queda la opinión, los valores, las expectativas y las preferencias de los pacientes en nuestras consultas? Aún cuando está implícito que el paciente es lo más importante en nuestro quehacer como médicos, podemos llegar a ignorarlo al tomar decisiones. Y esto pasa desde el diseño de los protocolos de investigación hasta la consulta diaria.
Desde hace más de 2 décadas, académicos han exhortado a realizar estudios que evalúen desenlaces, o resultados, que sean importantes para el paciente [5,6,7].
¿Qué significa un resultado importante para (o centrado en) el paciente? Lo podemos ilustrar con un ejemplo fácil de entender y algo dramático: los pacientes con infarto del miocardio pueden tener arritmias. Y algunas de estas arritmias pueden ser fatales. Hace ya algunas décadas, se empezó a estudiar el uso de antiarrítmicos clase I en pacientes infartados. El resultado o desenlace evaluado era la mejoría en el trazo del electrocardiograma (ECG). Sin embargo, después de algo de tiempo, y de varios estudios, fue comprobado que estos medicamentos mejoraban el ECG pero aumentaban la mortalidad [8,9]. ¿Qué hubiera pasado si se le hubiera preguntado a un paciente su opinión al inicio de estos estudios? Imaginemos que se les hubiera involucrado en el asunto y se les hubiera dicho «vamos a estudiar si estos medicamentos sirven para mejorar el ECG». Una reacción esperada del paciente hubiera sido, «a mí no me importa tanto eso, lo que me importa es no morirme». Resulta impactante que, aún ahora, menos del 1% de los ensayos clínicos publicados mencionen desenlaces centrados en el paciente [10].
En la consulta puede pasar lo mismo. Si conocemos que existen diferentes opciones de tratamiento, todas con eficacia similar, pero con posibles efectos secundarios distintos, ¿por qué no discutirlo con el paciente? ¿por qué queremos tomar la decisión nosotros solos? Aunque creamos saber qué es lo mejor para él o ella, no podemos adivinar sus expectativas si no lo discutimos.
He leído que la terapia de reemplazo hormonal mejora los síntomas de las mujeres durante la menopausia, pero que también pudiera llegar a aumentar el riesgo de ciertos eventos cardiovasculares [11,12]. En este ejemplo, la labor del médico sería discutir todos los beneficios y todos los posibles riesgos de dicho tratamiento con la paciente, tomando en cuenta su riesgo individual. Si fuera mi esposa o mi madre, quisiera que se les explicara todo y que ellas tomaran en conjunto con el médico la decisión de usar o no usar la terapia.
Un ejemplo tal vez más trivial: sacarosa al vacunar niños. La sacarosa y la glucosa han sido estudiadas desde hace tiempo como analgésicos en recién nacidos sometidos a procedimientos menores (venopunción, tamizajes, vacunas) [13]. De igual manera, estas soluciones azucaradas se han utilizado para reducir el llanto al momento de aplicar vacunas en lactantes. El efecto que tienen puede parecer insignificante para el médico: en promedio se reduce el llanto alrededor de 12 segundos, y 1 de cada 6 niños a quienes se les dan estas soluciones podrían no llorar al ser vacunados [14]. Pero la impresión del médico de qué tan «minúsculo» puede ser este beneficio puede ser muy distinta a la de una mamá. Para un papá o una mamá, doce segundos o la posibilidad de que no llore su hijo (1 de 6) podrían ser suficientes como para considerar utilizar este tratamiento, sobre todo tomando en cuenta su bajo costo y sus nulos efectos secundarios.
La realidad es que podemos llegar a ser paternalistas, o hasta autoritarios, al momento de consultar. Decidimos los procedimientos diagnósticos y los tratamientos, sin pedir la opinión del paciente. Sólo cuando se trata de procedimientos quirúrgicos llegamos a plantear consentimientos informados escritos. De cierta manera, podríamos considerar hacer un «consentimiento verbal» también en las pruebas diagnósticas simples o en los tratamientos médicos, explicando todas las alternativas, los verdaderos beneficios y los posibles riesgos.
Los tiempos están cambiando. El paciente está cobrando la importancia que merece. Prueba de esto está en cómo se elaboran, o cómo se deberían de elaborar, las nuevas guías clínicas. El sistema GRADE, desarrollado para la elaboración correcta, transparente y explícita de guías de práctica clínica, separa la calidad de la evidencia (es decir, si un tratamiento tiene fundamentos en ensayos clínicos o sólo en estudios observacionales) de la fuerza de las recomendaciones (donde se toman en cuenta los valores de los pacientes para decir si se trata de una recomendación fuerte o débil para dar o no dar un tratamiento) [15,16].
Claro, hacer todo esto implica tiempo. Implica educar e informar al paciente. Implica romper paradigmas y desmentir mitos. Implica asegurarnos que nos entiendan [17]. Es más fácil y rápido dar una receta que discutir sobre las preferencias y las expectativas del paciente. Pero por supuesto que vale la pena. La mayor parte de las inconformidades o quejas de nuestros pacientes están relacionadas a la falta o mala comunicación con nosotros. Tenemos el deber de ser claros en nuestra práctica y de involucrar en todo momento al más afectado.
Giordano Pérez Gaxiola
Departamento de Medicina Basada en la Evidencia
Hospital Pediátrico de Sinaloa
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