Hace un par de inviernos, mi hija (en aquel entonces de 1 año de edad) comenzó con un cuadro respiratorio con fiebre, rinorrea y tos. Recibió tratamiento sintomático y se recuperó sin mayor problema. Dos días después de ella, mi esposa y luego yo desarrollamos lo mismo. Recuerdo que nos sentíamos muy mal. Por lo menos yo, con malestar general, mialgias y artralgias, prefería estar acostado. Sentíamos que (por fortuna) a nosotros nos había «pegado el bicho más fuerte» que a nuestra hija. A los 5 días con síntomas, decidí hacerme una prueba tratando de detectar algún virus, en la cual se demostró influenza A. En ese momento entendí porqué me sentía tan golpeado.
En retrospectiva, no recuerdo que al enterarme de que tenía influenza A me hubiera asustado. En ningún momento sentí que mi vida o la de mis seres queridos corriera peligro. ¿Por qué? Porque yo sabía que la influenza te hace sentir mal, pero que en pacientes sin riesgo no causa mayor problema.
Tampoco me pasó por la cabeza usar oseltamivir para tratar de aliviarme. De hecho, no creo que muchos médicos pensaran en usar el oseltamivir para tratar a todos sus pacientes con un diagnóstico sugestivo de influenza. Es más, es probable que muchos médicos en México no tuvieran conocimiento de dicho antiviral hasta que inició esta pandemia.
Dos años después, el virus sufre una mutación mayor (antigenic shift) e inicia la pandemia. Y con la pandemia, inicia la histeria. La realidad es que no estábamos, y no estamos preparados para manejar esta situación.
Es fácil comprender el sentimiendo al inicio de la epidemia. Se estaba lidiando con un virus nuevo, contra el cual no tenemos inmunidad. Los primeros informes eran impresionantes, con una aparente mortalidad elevada reportada en los paciente mexicanos. Y la velocidad de transmisión, gracias a los actuales medios de transporte, no tenía precedente.
A casi 6 meses del inicio de esto y terminando el invierno en el hemisferio sur, ya tenemos mucha más información acerca del virus A(H1N1) de origen porcino. Aún así, nos enfrentamos a él con muchas limitaciones tanto en su diagnóstico como en su manejo.
La definición operacional de la Secretaría de Salud de un caso probable de influenza comprende a una «persona de cualquier edad que presenta fiebre, tos y cefalea, acompañadas de uno o más de los siguientes signos o síntomas: rinorrea, coriza, artralgias, mialgias, postración, odinofagia, dolor torácico, dolor abdominal, congestión nasal. En menores de cinco años de edad, la irritabilidad se considera como un signo cardinal, en sustitución de la cefalea»
El problema del diagnóstico clínico es que en niños la presentación puede ser menos típica. Según un reporte, hasta un 40% de los niños que al final se diagnosticaron con influenza no cumplían los criterios predefinidos. Y si la presentación no es típica, la hace aún más difícil de diferenciar de otras infecciones respiratorias agudas. Inclusive el trivial resfriado común puede producir fiebre en los niños pequeños y la congestión nasal del mismo puede causar tal molestia en un lactante que pudiera ser interpretada como irritabilidad.
Si el diagnóstico clínico es difícil, entonces tal vez las pruebas de laboratorio nos podrían ayudar. Pero no, la realidad es que su utilidad es limitada. Las pruebas rápidas para detección del virus A tienen una sensibilidad de alrededor del 30%. ¡Incluso se ha reportado tan baja como 9% para la detección del nuevo H1N1! Una prueba mucho mejor es la inmunofluorescencia directa, pero aún con esta tenemos sensibilidades entre 59 y 80%. En ambos tipos de prueba la especificidad es muy alta (mayor del 95%), pero ninguna distingue entre virus estacional o virus pandémico. En términos muy sencillos: si la prueba nos sale positiva es muy probable que sí se tenga el virus de la influenza, y por la epidemiología actual es muy probable que se trate del virus pandémico. Pero si nos sale negativa, la prueba nos sirve de poco, no sabremos si se tiene o no dicha infección.
Aún con un diagnóstico difícil, si contáramos con un tratamiento sumamente eficaz y sin efectos secundarios o riesgos, el beneficio de darlo estaría completamente justificado. Y la recomendación de la Secretaría de Salud de dar tratamiento a todos los casos sospechosos cuanto antes sería más fácil de seguir. El virus H1N1 es resistente a la amantadina y la rimantadina. Lo que nos deja con inhibidores de la neuraminidasa (oseltamivir y zanamivir) como única opción terapéutica. Y, al no haber ensayos clínicos acerca de la eficacia de estos medicamentos contra el virus pandémico, las recomendaciones de dar estos medicamentos se tienen que extrapolar de estudios con influenza estacional:
- Está demostrado que el oseltamivir reduce la duración de los síntomas de la influenza estacional entre 0.5 y 1.5 días, tanto en niños como en adultos. Respecto a la fiebre, el oseltamivir la reduce por 1 día.
- No se sabe si reduce las hospitalizaciones ni la mortalidad. No hay ensayos clínicos aleatorios que lo demuestren. Existen algunos estudios observacionales que sugieren beneficio en pacientes con factores de riesgo, pero recordemos que estos estudios tienen mayor riesgo de sesgos. Podemos ser optimistas y suponer que el tratamiento sí previene las complicaciones, pero la realidad es que no ha sido demostrado.
- Está demostrado que entre el 5 y 10% tendrán algún efecto secundario. El más frecuente de ellos es el vómito. Se han reportado algunos trastornos en el comportamiento de niños que reciben oseltamivir. No hay reportes de efectos adversos graves. Así que si se suspende el medicamento no debe haber mayor problema.
- Si se da el tratamiento como profilaxis de contactos, se necesitaría tratar a 13 pacientes para conseguir que 1 no se infectara.
A medida que se ha analizado la evidencia y se ha obtenido mayor información sobre el virus, las recomendaciones de tratamiento se han modificado. El CDC y la OMS actualmente recomiendan iniciar antivirales en pacientes con enfermedad severa o progresiva, o en los grupos de alto riesgo (< 5 años, > 65 años, enfermedades crónicas, inmunodepresión, embarazo, y menores de 19 años en tratamiento con aspirina). Esto contrasta con las recomendaciones de la Secretaría de Salud de dar oseltamivir a cualquier caso sospechoso de influenza.
Uno de los riesgos de dar el tratamiento de manera indiscriminada, además de los efectos adversos mencionados, sería el surgimiento de resistencia. Aunque, por lo general, este virus es sensible a los inhibidores de la neuraminidasa, ya hay reportes de una resistencia de hasta el 12%. Nos podemos imaginar qué pasará en los próximos meses si se abusa de estos medicamentos.
Entonces, estamos frente a una enfermedad cuyo diagnóstico clínico no es tan claro como se pensara, con pruebas de laboratorio de utilidad limitada, y con un tratamiento que puede ayudar pero no tanto como deseáramos. Pero no importa. Nos estamos enfrentando a una enfermedad muy contagiosa, pero al fin benigna, con una mortalidad similar o incluso menor a la de la influenza estacional. Así que no hay que preocuparse. Hay que transmitir tranquilidad y evitar referirnos al nuevo virus como «la influenza mala». Debemos tener sentido común, prudencia, un buen ojo clínico y una idea clara de las evidencias científicas para individualizar las pruebas diagnósticas y el tratamiento para quien realmente lo merece. Y por supuesto, hay que seguir teniendo en mente que aún existe el resfriado común en tiempos de influenza.
Giordano Pérez Gaxiola
Departamento de Medicina Basada en la Evidencia
Hospital Pediátrico de Sinaloa