Esta entrada es básicamente el comentario que escribí en una nota publicada hoy en el periódico Milenio. En esta noticia, el periodista se queja de cómo las «burocracias» hacen que las compañías farmacéuticas no puedan tener sus medicamentos más nuevos en los cuadros básicos del país.
La realidad es que su columna da una pincelada muy superficial a un tema mucho más complicado que meras burocracias.
El objetivo principal de las compañías farmacéuticas es ganar dinero. Y las estrategias de mercado que utilizan tanto para escoger qué estudios de investigación realizar como para lograr que los médicos receten sus productos se basa en lo monetario y no en los desenlaces de los pacientes.
Decir que los medicamentos nuevos son mejores no es correcto. En la mayoría de los casos, para que un medicamento nuevo aparezca en el mercado, sólo tiene que comprobarse que es mejor que un placebo. Es decir, rara vez los medicamentos nuevos se comparan en estudios clínicos con medicamentos ya usados. ¿Cómo saber entonces si son mejores que los viejos? ¿Sólo porque así lo dicen?
Me robé 3 ejemplos de TTi – Español para ejemplificar que si un medicamento es nuevo, no necesariamente significa que es mejor:
La Talidomida es un ejemplo particularmente escalofriante de un nuevo tratamiento que hizo más daño que beneficio. Se trataba de un somnífero supuestamente mejor y más seguro que los antiguos barbitúricos y que, después de años de uso sin haber sido bien estudiado, se comprobó que producía malformaciones en los niños. (Vandenbroucke JP (2003). Thalidomide: an unanticipated adverse effect.)
Luego tenemos el ejemplo de Vioxx (rofecoxib), un antiinflamatorio que llegó a la fama porque tenía menos riesgo de producir gastritis, y que luego se comprobó que provocaba problemas cardiovasculares. Lo peor del asunto es que la farmacéutica ocultaba estos efectos secundarios para seguir vendiendo su novedoso medicamento. (Krumholz HM, Ross JR, Presler AH, et al. What have we learnt from Vioxx? BMJ 2007;334:120-3)
Tenemos un ejemplo más reciente: Avandia (rosiglitazona). Este medicamento llegó al mercado como la octava maravilla para los pacientes diabéticos. De nuevo, no estaba bien comprobada su eficacia, y después de miles de ventas se vio que provocaba también efectos adversos cardiovasculares. (Cohen D. Rosiglitazone what went wrong? BMJ 2010;341:c4848). Este medicamento le costó a sus fabricantes 90 millones de dólares en demandas.
Este comentario no es para desacreditar a la industria farmacéutica. Sus logros han sido invaluables. Pero sí para llamar la atención de un problema que va más allá de lo que esta nota menciona.
Ni el gobierno ni las instituciones de salud deben dejarse presionar por la industria farmacéutica. La decisión de incluir o no un medicamento en un cuadro básico, en cualquier hospital o centro de salud, debe de hacerse revisando y analizando los estudios de investigación que primero demuestren su eficacia para mejorar los desenlaces que son importantes para los pacientes. Tanto el gobierno como los hospitales deben tener comités independientes, sin ningún conflicto de interés o nexo con compañías farmacéuticas, que hagan este análisis. Posteriormente, se deben hacer análisis de coste-efectividad para saber qué es mejor para una población. Y de nuevo, estos análisis los deben hacer personas sin conflictos de interés.
Espero que la Dra. Juan, nueva secretaria de Salud, sea transparente en este tipo de decisiones.
Giordano Pérez Gaxiola
Departamento de Medicina Basada en la Evidencia
Hospital Pediátrico de Sinaloa