Si la medicina siguiera practicándose como hace siglos, nuestro trabajo como profesionales de la salud sería fácil. Podríamos culpar a un “humor” o a un “espíritu” de las enfermedades de la humanidad; o bien podríamos seguir desangrando a los pacientes para curarlos de fiebre, aplicar aceite hirviendo en sus heridas de guerra para evitar gangrena, o producir un choque hipoglucémico para “curar” la esquizofrenia. En los inicios de la humanidad, importaba más quién curaba (por ejemplo, el chamán más sabio) y no tanto el cómo o el qué. Las decisiones de los encargados de la salud se apoyaban usualmente en cualquier creencia, en sus propias convicciones u observaciones sin ser probadas mediante el método científico.
Para nuestra fortuna, la ciencia fue un requisito para los que practicaban la atención a la salud, uniéndose a ese arte necesario de interacción humana que siempre ha caracterizado a la medicina. Gracias a ello obtuvimos mayor conocimiento con menos probabilidad de errores y sesgos. Comenzamos a obtener información científica al alcance de nuestras manos. Gracias a un libro o a una revista médica, teníamos valiosa información para nosotros y nuestros pacientes. Posteriormente, un teclado y una computadora conectados a la internet serían suficientes para incrementar la rapidez y el tamaño del flujo de datos, con la notable consecuencia de que hoy en día es imposible estar al tanto de toda la información que surge de la ciencia médica. Esto ocasionó una brecha de conocimiento: muchos tratamientos o toma de decisiones en salud son recomendados sin un sustento científico, mientras que muchos otros, que pueden funcionar, no se usan, o se usan mal, o los que hacen daño se siguen usando. En pocas palabras, la incertidumbre sigue estando presente en el ámbito de la interacción médico-paciente.
El médico y todos los profesionales de la salud se dedican a proveer el mejor consejo para ayudar a los pacientes en la toma de decisiones y así generar mejores desenlaces en la salud del individuo y de la sociedad. Pocos niegan que esta toma de decisiones debe venir de un buen juicio sobre los beneficios, costos y posibles daños de la decisión que estén tomando, y este juicio debe estar apoyado en la mejor investigación científica disponible sin dejar de lado los valores y preferencias de cada paciente.